No hay ética porque sepamos qué es el «bien», sino porque hemos vivido y hemos sido testigos de la experiencia del mal. No hay ética porque uno cumpla con su «deber», sino porque nuestra respuesta ha sido adecuada al sufrimiento. No hay ética porque seamos «dignos», porque tengamos dignidad, sino porque somos sensibles a los indignos, a los infrahumanos, a los que no son personas.
La ética, pues, a diferencia de la moral, es la respuesta compasiva que damos a «los heridos» que nos interpelan en los distintos trayectos de nuestra vida, cuando bajamos de «Jerusalén a Jericó».