Si el reto de la escritura precediera a la fantástica realidad de los sueños, seguramente sería la poseía la depositaria de tal empeño. Y el poeta, el elegido de la palabra, habría de vivir entre los hombres, no como la voz de la verdad que se escucha y se venera, sino como el mal-dito, aquel a quien es preciso silenciar en pro de la perpetuación del orden.
En este Jardín de orates el poeta es recluido en un hospital psiquiátrico, lo que no deja de ser la metáfora de nuestro tiempo. Pero si el individuo es sometido a su máxima alienación ¿cuál ha de ser su papel en la sociedad? No ha de responder el sabio, persona imaginario a estas alturas, no. Es el propio individuo, el de a pie, quien reconoce en su protesta el Manchado que hubo de huir, y cuyos poemas tampoco tienen licencia en este hospital psiquiátrico.
Como el protagonista de este jardín, un orate, un loco que perdió la memoria y la razón de un encierro que le niega la lectura. Un hombre que no recuerda, pero que ansía la libertad tanto como la respuesta a una vida que se enmarca en un círculo que no se resuelve. Y el punto de partida se diluye en el momento que pudiera ser el último, el momento de la verdad. Pero no. Estamos ante una tragedia tan cotidiana como el tiempo mismo. La incógnita de un hombre que, negándole la historia, le afirma .
Una historia de locos, de cuerdos, de incomprensible intolerancia, para un espíritu que aún cree que el hombre es digni de instalarse en el mundo de transformarlo a fuerza de palabra. La conexión parece imposible cuando lo cotidiano se torna en amargo despertar.
