Una lectora que no quiso revelarme su nombre me envió una carta en la que leí: «Olvídese de sus dolores y escriba una novela de amor, con mujeres fatales y amores inverosímiles. Estoy harta de realismo». Hasta donde me lo permitieron mis dotes, seguí el consejo. En el umbral del libro hago saber, para que después nadie se sienta engañado, que se trata de una nueva versión de cierta novelita que publiqué tiempo atrás y que nunca me satisfizo. Poco es lo que ambas comparten: apenas una especie de núcleo argumental. En ese sentido tengo la conciencia tranquila, porque lo que aquí ofrezco no es un refrito sin otra novedad que la salsa. La idea de escribir esta segunda versión me la inspiró la certidumbre de no haber sabido sacarle provecho a un tema espléndido imaginado por la realidad, no por mí. Quizá lo único que he conseguido sea matar de dos tiros el mismo pájaro. Pero todo me parece preferible antes que quedarme con las ganas de enmendar mis errores. Lo que jamás conseguiré es librarme de mi vieja aversión por las novelas voluminosas. Estoy condenado a contar cuentos.
