Si la literatura fuese una ciudad, con sus avenidas de estruendo y sus callejuelas tortuosas y sus arrabales de incierta mugre, Rafael de Penagos sería una plaza. No una plaza de arquitectura apabullante, sino más bien una plaza recoleta, hasta la que sólo llegan los paseantes más ariscos de los pasos trillados, una plaza bendecida por el sol, serena de jardines'.